Pienso en aquella mañana, cuando la cámara de hacer fotos reposaba sobre la mesa, y todas las mariposas de papel en mi habitación parecían cobrar vida, algo se apoderaba de mí obligándome a levantarme y a abrir la ventana. Sal fuera, que los rayos del Sol caigan sobre tu piel como toneladas, y que la brisa ondee tu pelo con delicadeza, haciéndote cosquillas en las orejas. Y entonces llega ese escalofrío en la piel de los antebrazos y del cuello, y sabes que todavía no le has olvidado, que no es el vacío lo que sientes, sino más bien los pulmones a rebosar, todo lo que significa la atmósfera va recorriendo tus arterias y venas, intentando reventarte internamente como si fueras un globo de una de tantas fiestas de cumpleaños de cuando eras una estúpida niña.
Ahora respiras profundamente con la esperanza de que eso que sientes junto con el aire que inspiras y espiras acaben por explotarte la cabeza. Pero no es así, dejas de mirar al suelo y entonces tus ojos se encuentran con ese rosal de rosas blancas, con sus hojas brillando bajo el Sol, con ese verde de esperanza, con ese mar de luz que te moja los pies. Decides olvidarlo todo y vivir hacia adelante, dejarte llevar por las olas, tanto en mareas altas como en mareas bajas, y casi lo conseguirás.
Sigo escribiendo, y antes del punto final vuelvo a la ventana de madera algo desgastada, me fijo en los pétalos blancos de las rosas y me dejo llevar por mis pensamientos que indagan en el secreto de sus espinas.
y pienso en aquella mañana,
de luz y de espinas,
de blanco y de verde,
y de casi rojo
al afilarse
como las esquinas
de las calles,
casi sangrantes.
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